Querido Joel,
hoy he vuelto al trabajo. Lo he tenido que hacer sin ganas, sin moral, sin poder pensar más allá de los siguientes minutos que se avecinaban... Pero lo he hecho, de la misma forma que voy afrontando esos pequeños pasos que para mi son auténticas montañas. He tenido que asumir la vuelta a casa, el sentarme en el mismo wc en que casi me desangro, el entrar en tu habitación y asumir que ahí te fuiste al cielo mientras yo era incapaz de hacer nada. Diossss, cuánto te quiero y cuánto me duele el solo hecho de escribir que te fuiste.
Y ahora toca aguantar con estoicidad las preguntas de la gente, las bienintencionadas y las que se te acercan por satisfacer su morbo (afortunadamente son los menos). Todos dicen lo entera que me ven, la fortaleza y la valentía que demuestro. JA! lo que he hecho ha sido aprenderme un guión y soltarlo sin pensar, porque es la única manera de poder contestar sin echarme a llorar.
Por primera vez en mi vida he sido incapaz de dejar a un lado mi vida personal para atender la profesional. Ni un solo instante he podido olvidar lo ocurrido. Incluso se me han empañado los ojos cuando en la reunión he mirado el asiento en el que me senté contigo dentro la última vez. Me he acordado de que aquel día no parabas de patearme y que yo no paraba de acariciarme el vientre imaginando lo poquito que quedaba para verte. Estuvimos tan cerca... Tú estabas tan sano y lleno de vida, que sigo sin salir de este círculo de dolor y de culpa inexplicable. Si al menos alguien me pudiese asegurar que algun día nos encontraremos y te podré abrazar para pedirte perdón por no haber sido suficiente, por no haber sido "casa" y por no haberte acompañado a las estrellas. Cuánto te añoro!
martes, 24 de noviembre de 2009
lunes, 23 de noviembre de 2009
23 de noviembre de 2009 (1 mes y 2 días)
Dicen que hay cosas que no se olvidan en la vida. Han tenido que pasar veintinueve años de la mía para entenderlo, vivirlo y aceptarlo. Y aunque suene a un capítulo cerrado, lo cierto es que no es más que el principio de nuestra historia, el principio de un amor que nunca podrá abrazar ni besar y el de un diálogo que no pasará de monólogo. Porque sí, porque tengo que aceptar que fue real. Aquel día, el más amargo de mi vida, naciste y me despedí de ti de la misma forma en que supe de tu existencia, la misma en que expresé la sensación maravillosa de sentirte por primera vez en mi interior y la misma en que pensaré en ti cada día: con lágrimas.
Siempre creí en la justicia, la divina y la terrena. Basé mi vida en ello y todos mis principios se asentaron en la idea de que las cosas ocurren por un motivo muy justificado.
Con los años, me di cuenta de que la justicia terrena no es más que una gran mentira, como la poesía dulzona de aquellos que eventualmente ocupan esos pomposos sillones situados unos peldaños por encima del resto de los mortales.
En cuanto a la justicia divina, ¿quién iba a decirme que algún día tendría que dudar de ella? Como dirían en el sur, me da coraje compadecerme de mi misma, pero es que pienso en mi propia historia y trato de imaginarme que es la de otra persona y me sigue pareciendo igual de injusto y triste
He sentido de verdad que luchaba, que era capaz de salvar cualquier obstáculo para llegar a ti y que la vida me compensaría a mi por no rendirme y a papá por su bondad, su honestidad y por ser el mejor de los padres (mucho mejor que yo, sin duda).
¿Cómo no recordar esos veintidós meses en que nuestras vidas pasaron de la ilusión a la desesperanza y, finalmente, a la felicidad más absoluta? El día 8 de marzo nos hiciste tan felices que parecía que el corazón nos explotaría de la emoción al ver la rayita del test. Nunca podré borrar esos momentos de mi memoria, como tampoco los ocho meses intensos de embarazo que hemos compartido, vida mía.
Lo superamos todo, mi ángel, todo, pero el final del camino fue demasiado duro para ti. Siento tanto, tantísimo, no haberte podido proteger dentro de mi. Siento tanto que mi propio cuerpo acabara con tu vida. Siento tanto no haberte podido abrazar. Cariño, perdóname por haberte dejado solo en la luz. Te amo tanto que seguir adelante sin ti es la peor de las pesadillas. Me despierto cada mañana y miro el lado de la cama buscando tu cuna. Nunca estás, nunca estarás, pero siempre te tendré en mi.
Hoy hemos vuelto definitivamente a casa, pero me siento como si ya no perteneciese aquí. Aún huelo la sangre en la habitación. No soporto el enorme vacío que has dejado aun sin haber llegado. Y cruzar el umbral sin ti... Te has ido, pero una parte de mi también.
Sí, Xavi y papá deben guiarme y por ellos debo ser fuerte, pero me faltas tanto...
Siempre creí en la justicia, la divina y la terrena. Basé mi vida en ello y todos mis principios se asentaron en la idea de que las cosas ocurren por un motivo muy justificado.
Con los años, me di cuenta de que la justicia terrena no es más que una gran mentira, como la poesía dulzona de aquellos que eventualmente ocupan esos pomposos sillones situados unos peldaños por encima del resto de los mortales.
En cuanto a la justicia divina, ¿quién iba a decirme que algún día tendría que dudar de ella? Como dirían en el sur, me da coraje compadecerme de mi misma, pero es que pienso en mi propia historia y trato de imaginarme que es la de otra persona y me sigue pareciendo igual de injusto y triste
He sentido de verdad que luchaba, que era capaz de salvar cualquier obstáculo para llegar a ti y que la vida me compensaría a mi por no rendirme y a papá por su bondad, su honestidad y por ser el mejor de los padres (mucho mejor que yo, sin duda).
¿Cómo no recordar esos veintidós meses en que nuestras vidas pasaron de la ilusión a la desesperanza y, finalmente, a la felicidad más absoluta? El día 8 de marzo nos hiciste tan felices que parecía que el corazón nos explotaría de la emoción al ver la rayita del test. Nunca podré borrar esos momentos de mi memoria, como tampoco los ocho meses intensos de embarazo que hemos compartido, vida mía.
Lo superamos todo, mi ángel, todo, pero el final del camino fue demasiado duro para ti. Siento tanto, tantísimo, no haberte podido proteger dentro de mi. Siento tanto que mi propio cuerpo acabara con tu vida. Siento tanto no haberte podido abrazar. Cariño, perdóname por haberte dejado solo en la luz. Te amo tanto que seguir adelante sin ti es la peor de las pesadillas. Me despierto cada mañana y miro el lado de la cama buscando tu cuna. Nunca estás, nunca estarás, pero siempre te tendré en mi.
Hoy hemos vuelto definitivamente a casa, pero me siento como si ya no perteneciese aquí. Aún huelo la sangre en la habitación. No soporto el enorme vacío que has dejado aun sin haber llegado. Y cruzar el umbral sin ti... Te has ido, pero una parte de mi también.
Sí, Xavi y papá deben guiarme y por ellos debo ser fuerte, pero me faltas tanto...
4 de noviembre de 2009 (15 días sin ti)
Hoy hace quince días que nuestras ilusiones se frustraron para siempre. Es difícil incluso de escribir y de contar, pero siento que si lo hago podré liberarme aunque sea por un solo instante de tanto sufrimiento.
El día 20 de octubre fue un día normal. Recuerdo especialmente la tarde, porque había estado preparando nuestro nidito, con la música que había elegido para el parto, hablándole a mi Joel, acariciándome la barriga mientras imaginaba lo cerca que estaba el momento de tenerle entre mis brazos… Cenamos y charlamos un rato antes de subir a la habitación a ver la televisión desde la cama. A las 23 más o menos sentí una contracción muy fuerte y recuerdo que le comenté a mi marido que ya me veía entrando en Acuario y pidiendo la epidural. En pocos minutos, sentí como el dolor persistía y aumentaba, como si estuviera sufriendo un dolor gástrico fortísimo. Le dije a mi marido que se durmiera, que tenía que madrugar. No le quise alarmar porque pensé que era el inicio del parto y que quedaba mucho por pasar antes de emprender nuestro camino a Beniarbeig.
A los pocos minutos, comprobé que dormía y me levanté al baño. De repente, sentada en el wc sentí como se me endurecía la barriga de forma brutal y como mi bebé se movía bruscamente quedando clavado a un lado. Me levanté y me dirigí inconscientemente a su habitación, me senté en el sofá y en los siguientes dos minutos me di cuenta de que todo estaba yendo demasiado rápido. Cuando me incorporé para despertar a mi marido, sentí como si algo se rompiera y una humedad entre las piernas. Me levanté emocionada a la vez que llamaba a mi marido. Pensaba que había roto aguas y en un segundo me pude ver con mi niño en brazos y la felicidad en nuestras caras. Sin embargo, al llevarme la mano a los muslos, descubrí que lo que brotaba de mi cuerpo era sangre. Cuando vi la gran cantidad de pérdida supe que todo había terminado, pero me negué a perder la esperanza. Me senté en el wc de nuevo mientras mi marido, que no sabía la importancia de lo que estaba ocurriendo, llamaba a Acuario. Hablé con Fabio, el matrón que tan amablemente nos había atendido la semana anterior en nuestra visita. Me dijo que podía ir (estaba ya en la semana 36) o dirigirme al hospital más cercano. Cuando colgué sentí el sudor frío recorriéndome la frente y tuve la sensación de que me iba. Acerté a decirle a mi marido que llamara al 112, porque no me podía mover. Cuando traté de asearme, descubrí que la sangré estaba terriblemente coagulada. Cada vez la esperanza se escapaba con más intensidad, ante la mirada asustada de David y esa sensación que todavía conservo de que no podía ser más que una pesadilla.
Cuando llegó el SAMUR y me reconocieron, no dudaron en llevarme al hospital, donde afortunadamente me esperaban. En el mismo pasillo de urgencias me hicieron una eco y oí como el médico decía: “no hay latido, cesárea de urgencia”. De esos instantes de semiconsciencia tan sólo recuerdo cómo mi corazón se rompía en mil pedazos y cómo mi amor de madre me decía que no lo habían visto bien, que mi pequeño no podía haber muerto. Me llevaron corriendo al quirófano y ya apenas recuerdo la mascarilla y cómo me arrancaban el camisón a jirones.
No sé el tiempo que pasó hasta que me despertaron, pero sí las palabras que pronuncié: “mi bebé”. Lo siguiente, el rostro desencajado de mi marido acariciándome la cara como si fuera la última vez y pidiéndome que no le dejara. Yo tan sólo pude repetir “mi bebé”, mientras mi mente trataba de olvidar la realidad. “No hay bebé, cariño, se ha ido. Pero podrás tener más, todos los que quieras”. En ese instante, el mundo dejó de importarme, me quería morir, quería irme con mi Joel… No sé en qué momento perdí la noción de la realidad o quizá la consciencia, pero la siguiente vez que abrí los ojos, me trajeron a mi ángel. Era precioso, con una expresión de paz que me llevó a pensar que todo había sido un sueño y que mi amado hijo dormía plácidamente. Tenía bastante pelo y negro como el de su padre y unos rasgos pequeños y dulces. Quise que me lo acercaran, pero de repente un hilillo de sangré salió de su naricita y me volví loca de dolor. No pude volver de nuevo a aquella realidad y tuvieron que sedarme.
Horas después, estaba en la UCI luchando por una vida que no quería. No sabía lo cerca que estaba de marcharme junto a Joel. La sangre que había perdido, la hipertonía del útero y la salvaje coagulación de la sangre debida al desprendimiento prematuro de placenta, me provocaron un colapso general. Los riñones dejaron de funcionar, no recuperaba los niveles en sangre ni siquiera con las continuas transfusiones recibidas desde el quirófano y la tensión se me había descontrolado durante la intervención.
Fueron tres días de lucha hasta que me estabilizaron y me llevaron a planta. Allí hubo pequeñas complicaciones con la cicatriz, pero en general me fui recuperando bastante a nivel físico. A nivel mental empeoré muchísimo, porque el tener que encarar una realidad que jamás había imaginado vivir me superó por momentos.
Hoy, después de quince días, me levanto y miro el cielo, le digo lo mucho que le amo y empieza un calvario indescriptible. Nunca podré olvidar los ocho meses de felicidad que me dio, la sensación de vida, las ilusiones, los preparativos, el enorme amor que sentía, que siento y que sentiré siempre por él… No puedo soportar pensar que jamás le tendré entre mis brazos, que mis pechos no le alimentarán, que no podré escuchar su voz ni sentir su olor y su calor.
Si hoy sigo adelante es por mi marido y por mi hijo mayor. Ellos me dan la única razón para seguir adelante. Son mi rumbo y se merecen tenerme sana para que la vida se abra paso de nuevo. Ese amor es mi única paz cuando la injusticia del destino me ha quitado a mi pequeño, un bebé que busqué durante dos años y por el que pasé mil obstáculos.
Os cuento mi historia para deciros lo siguiente: es importante el “cómo” y el “dónde”, pero lo que realmente importa es el fin, el tener a nuestro bebé sano en brazos. De no ser por mi decisión de irme al hospital más cercano, no hubiera podido contarlo. El desprendimiento de placenta con final trágico ocurre en 1 de cada 1000 casos y se le considera una incógnita obstétrica, un accidente. Tengo mucha suerte de vivir, pero cada día que pasa siento un enorme dolor por ser yo quien sigue adelante y no mi precioso ángel.
El día 20 de octubre fue un día normal. Recuerdo especialmente la tarde, porque había estado preparando nuestro nidito, con la música que había elegido para el parto, hablándole a mi Joel, acariciándome la barriga mientras imaginaba lo cerca que estaba el momento de tenerle entre mis brazos… Cenamos y charlamos un rato antes de subir a la habitación a ver la televisión desde la cama. A las 23 más o menos sentí una contracción muy fuerte y recuerdo que le comenté a mi marido que ya me veía entrando en Acuario y pidiendo la epidural. En pocos minutos, sentí como el dolor persistía y aumentaba, como si estuviera sufriendo un dolor gástrico fortísimo. Le dije a mi marido que se durmiera, que tenía que madrugar. No le quise alarmar porque pensé que era el inicio del parto y que quedaba mucho por pasar antes de emprender nuestro camino a Beniarbeig.
A los pocos minutos, comprobé que dormía y me levanté al baño. De repente, sentada en el wc sentí como se me endurecía la barriga de forma brutal y como mi bebé se movía bruscamente quedando clavado a un lado. Me levanté y me dirigí inconscientemente a su habitación, me senté en el sofá y en los siguientes dos minutos me di cuenta de que todo estaba yendo demasiado rápido. Cuando me incorporé para despertar a mi marido, sentí como si algo se rompiera y una humedad entre las piernas. Me levanté emocionada a la vez que llamaba a mi marido. Pensaba que había roto aguas y en un segundo me pude ver con mi niño en brazos y la felicidad en nuestras caras. Sin embargo, al llevarme la mano a los muslos, descubrí que lo que brotaba de mi cuerpo era sangre. Cuando vi la gran cantidad de pérdida supe que todo había terminado, pero me negué a perder la esperanza. Me senté en el wc de nuevo mientras mi marido, que no sabía la importancia de lo que estaba ocurriendo, llamaba a Acuario. Hablé con Fabio, el matrón que tan amablemente nos había atendido la semana anterior en nuestra visita. Me dijo que podía ir (estaba ya en la semana 36) o dirigirme al hospital más cercano. Cuando colgué sentí el sudor frío recorriéndome la frente y tuve la sensación de que me iba. Acerté a decirle a mi marido que llamara al 112, porque no me podía mover. Cuando traté de asearme, descubrí que la sangré estaba terriblemente coagulada. Cada vez la esperanza se escapaba con más intensidad, ante la mirada asustada de David y esa sensación que todavía conservo de que no podía ser más que una pesadilla.
Cuando llegó el SAMUR y me reconocieron, no dudaron en llevarme al hospital, donde afortunadamente me esperaban. En el mismo pasillo de urgencias me hicieron una eco y oí como el médico decía: “no hay latido, cesárea de urgencia”. De esos instantes de semiconsciencia tan sólo recuerdo cómo mi corazón se rompía en mil pedazos y cómo mi amor de madre me decía que no lo habían visto bien, que mi pequeño no podía haber muerto. Me llevaron corriendo al quirófano y ya apenas recuerdo la mascarilla y cómo me arrancaban el camisón a jirones.
No sé el tiempo que pasó hasta que me despertaron, pero sí las palabras que pronuncié: “mi bebé”. Lo siguiente, el rostro desencajado de mi marido acariciándome la cara como si fuera la última vez y pidiéndome que no le dejara. Yo tan sólo pude repetir “mi bebé”, mientras mi mente trataba de olvidar la realidad. “No hay bebé, cariño, se ha ido. Pero podrás tener más, todos los que quieras”. En ese instante, el mundo dejó de importarme, me quería morir, quería irme con mi Joel… No sé en qué momento perdí la noción de la realidad o quizá la consciencia, pero la siguiente vez que abrí los ojos, me trajeron a mi ángel. Era precioso, con una expresión de paz que me llevó a pensar que todo había sido un sueño y que mi amado hijo dormía plácidamente. Tenía bastante pelo y negro como el de su padre y unos rasgos pequeños y dulces. Quise que me lo acercaran, pero de repente un hilillo de sangré salió de su naricita y me volví loca de dolor. No pude volver de nuevo a aquella realidad y tuvieron que sedarme.
Horas después, estaba en la UCI luchando por una vida que no quería. No sabía lo cerca que estaba de marcharme junto a Joel. La sangre que había perdido, la hipertonía del útero y la salvaje coagulación de la sangre debida al desprendimiento prematuro de placenta, me provocaron un colapso general. Los riñones dejaron de funcionar, no recuperaba los niveles en sangre ni siquiera con las continuas transfusiones recibidas desde el quirófano y la tensión se me había descontrolado durante la intervención.
Fueron tres días de lucha hasta que me estabilizaron y me llevaron a planta. Allí hubo pequeñas complicaciones con la cicatriz, pero en general me fui recuperando bastante a nivel físico. A nivel mental empeoré muchísimo, porque el tener que encarar una realidad que jamás había imaginado vivir me superó por momentos.
Hoy, después de quince días, me levanto y miro el cielo, le digo lo mucho que le amo y empieza un calvario indescriptible. Nunca podré olvidar los ocho meses de felicidad que me dio, la sensación de vida, las ilusiones, los preparativos, el enorme amor que sentía, que siento y que sentiré siempre por él… No puedo soportar pensar que jamás le tendré entre mis brazos, que mis pechos no le alimentarán, que no podré escuchar su voz ni sentir su olor y su calor.
Si hoy sigo adelante es por mi marido y por mi hijo mayor. Ellos me dan la única razón para seguir adelante. Son mi rumbo y se merecen tenerme sana para que la vida se abra paso de nuevo. Ese amor es mi única paz cuando la injusticia del destino me ha quitado a mi pequeño, un bebé que busqué durante dos años y por el que pasé mil obstáculos.
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