Por aquel entonces, con unos ciclos de puntualidad británica, calculé mis días fértiles para que nuestras relaciones se adaptaran a ellos, con ese proceder concienzudo y cabezón que me caracteriza. Procuré repetir las pautas que había seguido la vez anterior, con el convencimiento de que si había funcionado una vez, tenía que funcionar entonces.
Pasados unos días de la fecha esperada, me hice un test de embarazo, por aquel entonces a la antigua usanza, es decir, de los de farmacia. Nos metimos en el baño, con esa sonrisa de triunfo del que está convencido de lo que hace. Tras empapar la banda absorvente, nos quedamos mirando con ese discurso silencioso tan eficaz en nuestra relación y dejamos pasar los cinco minutos de rigor. Sobra decir que resultado fue inesperado y absurdamente dramático.
No mediaron palabras, sino un silencio demoledor, no sólo por la incertidumbre que llegaba, sino por los muchos que aguardaban y que, con el paso del tiempo, me llevarían al hartazgo. No obstante, terminé por encajarlo con deportividad a la espera de que la regla diera el pistoletazo de salida a una nueva oportunidad, oportunidad que no pensaba echar por la borda.
Una semana más tarde, durante la comunión de mis sobrinos, y con la mente puesta en un retraso que empezaba a ser sospechoso, comenté con la familia nuestra firme decisión de ser uno más. Todos se alegraron por nosotros y nos desearon mucha tranquilidad para pasar por la búsqueda, a la vez que se extrañaban, una vez más, de que comentara este tipo de cosas que la gente se reserva como si de un secreto o de un tabú se tratara.
Ni pensé callar en su día, ni lo he hecho en ningún momento de los dieciocho meses que llevo en ello. No considero que tener un problema sea algo que tengamos que ocultar al mundo. Éstas son nuestras circunstancias, nuestro dolor, nuestra esperanza, nuestra meta... ¿Y qué pasa? si con ello puedo abrirme a personas que pasan por lo mismo que yo y ayudarnos mutuamente, entonces doy por buena esa supuesta vergüenza o pérdida de intimidad de la que hablan. Parece que en los últimos tiempos se guarda con demasiado celo algunas parcelas de la vida que no son ni tan íntimas, ni tan únicas.
Esa misma tarde compré el segundo test de mi primer ciclo de búsqueda y comprobé con confusión más que con desilusión que no estaba embarazada. Esta vez no me quedé de brazos cruzados, sino que me dirigí a un centro de análisis clínicos, donde me hicieron la llamada beta Hcg y unos análisis hormonales. Los resultados no se hicieron de esperar y en menos de veinticuatro horas comprobé con satisfacción que estaba bien, que no habíamos acertado, pero estaba al 100%. De modo que cogí cita con el ginecólogo privado que me habían recomendado en un foro de maternidad de mi misma región y me senté a esperar que llegara el día. Y sí, leéis bien, me concentré en la cita como si me fuera la vida en ello. Reconozco que me obsesioné, por decirlo de alguna manera, puesto que no soy demasiado dada a usar esa palabra y siempre me he negado a fustigarme con el hecho de que pensaba mucho en mi propósito.
Llegado el día, me dirigí a la consulta de aquel gran médico en aquel gran hospital. Me miró, me dijo que todo lo que me ocurría era debido a mi sobrepeso y luego ya me escuchó y me hizo una ecografía y una citología. Comprobó que todo estaba bien y se olvidó de que delante tenía una persona, una madre, una mujer... alguien que necesitaba ser tratada como una adulta, no como a un ser inferior, incapaz de entender su perorata repleta de tecnicismos innecesarios. Salí con una buena ración de escepticismo y pensando que ni yo estaba tan gorda, ni él era tan bueno.
Sin embargo, en un intento por creer en él, seguí su consejo de tomar progesterona para forzar a mi cuerpo a menstruar, cosa que ocurrió en el tiempo que me había prometido. Me hice de nuevo las analíticas pertinentes y regresé a la consulta decidida a pedirle ayuda con toda la humildad que me fuera posible. Recuerdo su expresión un tanto autista mientras comprobaba que mis hormonas y mi citología estaban perfectas. Finalmente, y sin levantar la cabeza de su escritorio, me dijo que era cuestión de tiempo y me invitó a una nueva ecografía en la que no vio nada y se limitó a condenarme con la siguiente afirmación: "a que va a tener ovarios poliquísticos...". En ese instante, sentí una enorme losa de hormigón cayendo sobre mis hombros. Había leido casos de mujeres con esa dolencia y lo que ello suponía. Sabía que eso iba a empeorar mis posibilidades de cara a un embarazo. En ese momento, no le pedí más información, me quedé casi tan muda como él y no advertí que no cumplía con el perfil de poliquística, que estaba saliendo de nuevo sin un tratamiento y que todas mis ilusiones se quedaban en la papelera de aquel médico paternalista y obtuso.
Ni qué decir tiene que pasé días y días compadeciéndome y llorando por los rincones y los hombros de cuantos me preguntaban. Estaba convencida de que todo se había acabado y de que tenía que considerarme afortunada con el hijo que ya tenía, sin esperar el milagro. David se pasaba horas buscando en internet información y tratando de mostrarme esa luz al final del túnel que yo me empeñaba en apagar. Que si onagra, que si agnus castus... Finalmente, decidí dejarme llevar por la situación y ver qué ocurría en los cuatro meses antes de volver a consulta.
Por supuesto, los días pasaron y mi energía se renovó, no me podía rendir tan fácilmente. Empecé a tomar las cápsulas de agnus castus que tan bien le había ido a algunas chicas del foro de maternidad en el que escribía y escribo. Aquel ciclo fue tan malo, o incluso peor, que los anteriores, por lo que decidí dejar de tomar nada, inclusive la progesterona inductora de la regla cuando se alargaba el ciclo. Fue entonces, en diciembre de 2007, cuando milagrosamente se me reguló el ciclo a una treintena de días de nuevo.
Así, retomé el método de la temperatura basal que había abandonado en verano y me sentí nueva para afrontar aquella nueva oportunidad...
martes, 4 de noviembre de 2008
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